Hay tragamonedas por doquier, sin embargo no son aquéllas que aprendimos a ver en los bares de las películas estadounidenses. No sólo no tragan ni una mísera moneda (sólo aceptan billetes), sino que hasta cuesta encontrar a las que todavía tienen la ya antigua palanca al costado: son poquísimas y, de todas maneras, la barra parece un adorno para nostálgicos, ya que todas, sin excepción, funcionan a la vez con botones. Lo más triste es que, de ganar el premio mayor, ya no se podrán ver caer en cataratas las monedas a borbotones.
En la planta baja, sólo tragamonedas. En
el primer piso, lo mismo. Entre esas máquinas
no se perciben diferencias. Apenas se nota alguna distinción en los carteles de
la parte de arriba. Ejemplos:
The Goodfather, Treasures of the worlds o Glamour cash. Todos en inglés. Detalles: una
sutileza a la que nadie le da importancia.
Todo tan igual, tan laberinto, las
luces bajas, las alfombras de rayas que forman ondas de colores chillones:
rojo, naranja, violeta, lila, verde, en un degradé infernal y perturbador. Las lámparas tienen
forma de fuentes, pero no iluminan demasiado. Los tapizados de las sillas, muy
pretenciosos. El efecto de artificiosidad está perfectamente logrado. No hay
día; no hay noche. Cuando uno juega, se concentra y se olvida del tiempo.
Sin embargo, tanto aquí como afuera, es jueves
y son las cuatro de la
tarde. Del otro lado de la entrada, el mundo no para su atroz
ritmo urbano. De este lado, un tercio de las maquinitas están ocupadas. Tal
vez, demasiada gente para ser un día laborable, en horario laborable. Con
escasas excepciones, nadie parece tener menos de 50
años. El sector de los jubilados muestra destacadas ganas de perder su
tiempo y su dinero en las tardes de la semana.
Al fin, algo disruptivo: pantallas en la pared,
más máquinas, pero dispuestas en forma de círculo alrededor de una ruleta de
verdad, con un croupier no electrónico (una persona) que se encarga de tirar la
bola. La apuesta mínima es de un peso. Los 5
jugadores no paran de apretar las pantallas.
Mitos y verdades
Es falso que en el baño haya
tragamonedas. Es verdad que los remises se pueden dejar pagos con anticipación.
La chica que atiende la ventanilla minúscula de la agencia, al lado del
guardarropa, lo confirma.
En el segundo piso, a la entrada
del auténtico casino, o sea, donde están las ruletas y mesas de black jack,
punto y banca y dados, hay bar pequeño. La decoración no desentona con el
resto. Es, por lejos, bastante peor que lo que se puede ver en la parte
dedicada a promocionar la gastronomía de la página web de este casino. Allí, prometen: “Un entorno ideal para
disfrutar con amigos”. Aunque, grupos de amigos no se ven. Hay mucha gente sola
y algunas parejas. Todos pasan rápido por las mesas, un café breve y a otra
cosa. Un señor anota números en una hoja arrugada. Otro, le comenta al
camarero:
-Hace ocho horas que estoy acá. Voy
a salir un rato a tomar la fresca y a fumarme un pucho.
-Es bueno salir de acá.
El hombre:
- Sí. Acá dentro el tiempo no pasa.
En la parte de las mesas de juegos,
cambia la luz, es más blanca: se ve mejor. Sin embargo, la sensación de
irrealidad se mantiene. En una de las mesas de ruleta, hay una señora mayor.
Está acompañada por una mujer, también mayor, pero definitivamente menos vieja
que la primera, que la ayuda a sostenerse y le acomoda las apuestas. Las dos,
como un equipo, van vestidas de un marrón oscuro. Usan las fichas azules.
También hay un hombre, pelado, la
panza se asoma considerablemente sobre el paño verde. Usa una campera de cuero
clarita: tiene asignadas las fichas verdes. Sale el cero. Cuando el croupier
retira todas las fichas, dice:
-Esto parece fácil, pero no.
Al fondo se escucha: “Sí, un ocho”. Y un clamor
de festejo lo acompaña. Es la mesa de los
dados. Todos alrededor de un paño, que se duplica a izquierda y derecha.
Hay tantos croupiers como
jugadores: cuatro y cuatro. Edad promedio: cuarenta años. La diferencia entre
ellos la marca el uniforme de los empleados del casino: uno -debe ser el jefe- tiene
un traje negro, los otros, camisa blanca, chaleco a lunares. Pero algo los
vuelve a igualar: la tela de sus ropas son tan económicas como las de los jeans
o las remeras que llevan puestos los jugadores. Una vez terminadas las
apuestas, uno de los de chaleco a lunares le pasa los dados rojos y
semitransparentes al jugador de la esquina, rulos negrísimos. Le dice:
-Vamos por otro ocho.
El de los rulos tiene una rutina:
frota el paño con la mano cinco veces, le da dos golpecitos, vuelve a frotar el
paño, y, con la cabeza gacha, ojos cerrados, se dice unas palabras y, ahora sí,
tira los dados.
A la tercera vez que va por un
ocho, al frotar la mesa, descubre un defecto: un pequeño agujero, como una
quemadura de cigarrillo, sobre el paño verde. Dice:
-Tenés que arreglar la mesa.
El de traje negro le contesta:
-Si ustedes no paran de jugar un
minuto.
Más risas. Todos se ríen menos el de los rulos: frota
el paño concentrado. Hasta cuando pierden, parecen no pasarla tan mal. No
cayeron en el letargo de las tragamonedas. Es el único lugar del casino donde
parece haber gente que vive. Aunque acá tampoco pasa el tiempo.Publicado en Debate en septiembre de 2012.
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