lunes, 20 de mayo de 2013

Tarde de jueves en un mundo sin relojes

Una señora mayor con el saco puesto, la cartera cruzada, sentada a medias sobre un taburete, apoya su cuerpo sobre la máquina tragamonedas y, con un dedo, aprieta un botón: los rodillos se mueven, no hay coincidencia. La cara de la mujer no revela tristeza, no revela ansiedad, no revela nada. Otra vez, el mismo botón y el mismo resultado. A la tercera vez, sale: “bar”, “bar”, “bar”, “seven” y un racimo de uvas. La máquina hace un ruido especial, leve, pero preciso, que anuncia un triunfo, también leve, y que se suma al murmullo que emanan las 1.800 slots que tiene el casino de Tigre. Si bien los números rojos que indican los créditos marcan un aumento, la mujer sigue impávida. Vuelve a apretar el botón. A la hora, sigue allí. La escena es a pocos pasos de la entrada. Como si la señora del saco puesto no hubiera querido recorrer el casino para elegir su suerte.

Hay tragamonedas por doquier, sin embargo no son aquéllas que aprendimos a ver en los bares de las películas estadounidenses. No sólo no tragan ni una mísera moneda (sólo aceptan billetes), sino que hasta cuesta encontrar a las que todavía tienen la ya antigua palanca al costado: son poquísimas y, de todas maneras, la barra parece un adorno para nostálgicos, ya que todas, sin excepción, funcionan a la vez con botones. Lo más triste es que, de ganar el premio mayor, ya no se podrán ver caer en cataratas las monedas a borbotones.
En la planta baja, sólo tragamonedas. En el primer piso, lo mismo. Entre esas máquinas no se perciben diferencias. Apenas se nota alguna distinción en los carteles de la parte de arriba. Ejemplos: The Goodfather, Treasures of the worlds o Glamour cash. Todos en inglés. Detalles: una sutileza a la que nadie le da importancia.
Todo tan igual, tan laberinto, las luces bajas, las alfombras de rayas que forman ondas de colores chillones: rojo, naranja, violeta, lila, verde, en un degradé infernal y perturbador. Las lámparas tienen forma de fuentes, pero no iluminan demasiado. Los tapizados de las sillas, muy pretenciosos. El efecto de artificiosidad está perfectamente logrado. No hay día; no hay noche. Cuando uno juega, se concentra y se olvida del tiempo.
Sin embargo, tanto aquí como afuera, es jueves y son las cuatro de la tarde. Del otro lado de la entrada, el mundo no para su atroz ritmo urbano. De este lado, un tercio de las maquinitas están ocupadas. Tal vez, demasiada gente para ser un día laborable, en horario laborable. Con escasas excepciones, nadie parece tener menos de 50 años. El sector de los jubilados muestra destacadas ganas de perder su tiempo y su dinero en las tardes de la semana.
Al fin, algo disruptivo: pantallas en la pared, más máquinas, pero dispuestas en forma de círculo alrededor de una ruleta de verdad, con un croupier no electrónico (una persona) que se encarga de tirar la bola. La apuesta mínima es de un peso. Los 5 jugadores no paran de apretar las pantallas.
Mitos y verdades
Es falso que en el baño haya tragamonedas. Es verdad que los remises se pueden dejar pagos con anticipación. La chica que atiende la ventanilla minúscula de la agencia, al lado del guardarropa, lo confirma.
En el segundo piso, a la entrada del auténtico casino, o sea, donde están las ruletas y mesas de black jack, punto y banca y dados, hay bar pequeño. La decoración no desentona con el resto. Es, por lejos, bastante peor que lo que se puede ver en la parte dedicada a promocionar la gastronomía de la página web de este casino. Allí, prometen: “Un entorno ideal para disfrutar con amigos”. Aunque, grupos de amigos no se ven. Hay mucha gente sola y algunas parejas. Todos pasan rápido por las mesas, un café breve y a otra cosa. Un señor anota números en una hoja arrugada. Otro, le comenta al camarero:
-Hace ocho horas que estoy acá. Voy a salir un rato a tomar la fresca y a fumarme un pucho.
El mozo, toda amabilidad:
-Es bueno salir de acá.
El hombre:
- Sí. Acá dentro el tiempo no pasa.
En la parte de las mesas de juegos, cambia la luz, es más blanca: se ve mejor. Sin embargo, la sensación de irrealidad se mantiene. En una de las mesas de ruleta, hay una señora mayor. Está acompañada por una mujer, también mayor, pero definitivamente menos vieja que la primera, que la ayuda a sostenerse y le acomoda las apuestas. Las dos, como un equipo, van vestidas de un marrón oscuro. Usan las fichas azules.
También hay un hombre, pelado, la panza se asoma considerablemente sobre el paño verde. Usa una campera de cuero clarita: tiene asignadas las fichas verdes. Sale el cero. Cuando el croupier retira todas las fichas, dice:
-Esto parece fácil, pero no.
Al fondo se escucha: “Sí, un ocho”. Y un clamor de festejo lo acompaña. Es la mesa de los dados. Todos alrededor de un paño, que se duplica a izquierda y derecha.
Hay tantos croupiers como jugadores: cuatro y cuatro. Edad promedio: cuarenta años. La diferencia entre ellos la marca el uniforme de los empleados del casino: uno -debe ser el jefe- tiene un traje negro, los otros, camisa blanca, chaleco a lunares. Pero algo los vuelve a igualar: la tela de sus ropas son tan económicas como las de los jeans o las remeras que llevan puestos los jugadores. Una vez terminadas las apuestas, uno de los de chaleco a lunares le pasa los dados rojos y semitransparentes al jugador de la esquina, rulos negrísimos. Le dice:
-Vamos por otro ocho.
El de los rulos tiene una rutina: frota el paño con la mano cinco veces, le da dos golpecitos, vuelve a frotar el paño, y, con la cabeza gacha, ojos cerrados, se dice unas palabras y, ahora sí, tira los dados.
A la tercera vez que va por un ocho, al frotar la mesa, descubre un defecto: un pequeño agujero, como una quemadura de cigarrillo, sobre el paño verde. Dice:
-Tenés que arreglar la mesa.
El de traje negro le contesta:
-Si ustedes no paran de jugar un minuto.
Más risas. Todos se ríen menos el de los rulos: frota el paño concentrado. Hasta cuando pierden, parecen no pasarla tan mal. No cayeron en el letargo de las tragamonedas. Es el único lugar del casino donde parece haber gente que vive. Aunque acá tampoco pasa el tiempo.

Publicado en Debate en septiembre de 2012.

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