martes, 21 de mayo de 2013

Buenos Aires molecular

El Bulli cerró en 2011, pero su huella se expandió por el mundo. Después del boom que se generó, ahora la comida deconstruida se acopla a productos más tradicionales.
De postre: el Glaciar Perito Moreno. Una torre de hielo comestible, que como la atracción turística se va derrumbando a medida que se come. En poco tiempo, Dante Liporace, chef y dueño de Tarquino, incluirá esta delicia en el menú de su restaurante. Uno de los dos que hay que en Buenos Aires que se dicen seguidores de la cocina “molecular”. El otro es La vinería, de Gualterio Bolívar, comandada por el cocinero Alejandro Diglio. Porque tanto El bistro, del Hotel Faena, como Aramburu, dos restaurantes considerados dentro de este tipo de gastronomía, aseguran a Debate que no son de concepto molecular, sino que hacen “cocina de autor”. ¿Se perdió el interés por este tipo de cocina?

En 1997, El Bulli gana su tercera estrella Michelin (el máximo galardón posible en materia de restaurantes) de la mano de Ferran Adrià, cocinero que cobra fama internacional por haber incursionado en la gastronomía molecular. Luego de esto, la moda recorre el mundo y es un boom: los chefs quieren jugar con nitrógeno líquido, los estudiantes de cocina aspiran a aprender las nuevas técnicas, los comensales desean probarlas y el periodismo, queriendo saber de qué se trataba, lo termina de convertir en tendencia. Pero, en julio de 2011, El Bulli cerró y todos predijeron el fin de lo molecular. Sin embargo, el restó emblema de esta tipo de cocina reabrirá sus puertas en 2014, reconvertido en El Bulli Foundation y nadie se arriesga a decir qué pasará entonces.
“Podemos considerar a la cocina molecular como una tendencia culinaria que, seguramente, como ocurre con todas las tendencias culinarias, nos dejará algunas técnicas y recetas que terminarán incorporándose como clásicas a la gastronomía y, sobre todo, nos legará su forma innovadora y creativa de pensar y encarar los distintos pasos dentro de un menú”, señala la científica y profesional gastronómica, Mariana Koppmann, en su libro Nuevo manual de gastronomía molecular, publicado recientemente.
Con este panorama coincide la editora gastronómica de la revista Cuisine & Vins, Cristina Goto: “No está fuera de moda, sino que empieza a ocupar un lugar que tiene que ocupar”, dice. Según la especialista, lo que pasó es que, en un principio, se le dio una magnitud excesiva, “como a veces pasa con ciertos actores, que se destacan por tener una soltura especial y, luego, pasan a formar parte de un conjunto”.
Algunos, sin embargo, tienen otra perspectiva. “Tanto a escala local como mundial, la cocina molecular fue una moda, una tendencia, pero ya fue”, afirma el director de la revista U-likeit, Yu Sheng Liao. Uno de los principales inconvenientes para mantener un restaurante de este tipo, según este periodista especializado, es que el público se lo toma como una experiencia de una sola vez: “La gente va y no vuelve”.
Hay que tener en cuenta los costos de estas cocinas. Goto estima que, para cincuenta cubiertos, se necesita un personal de ochenta personas, además de toda la infraestructura. “Un laboratorio es notablemente muy parecido a la cocina”, indica Diglio. Hay máquinas para cocinar al vapor, para hacer esferificaciónes, espumas, aires, además del nitrógeno líquido, los geles; a esto hay que sumarle que algunas recetas llevan muchas horas de cocción.
Tanto Diglio como Liporace cuentan que la mitad de los comensales que reciben en sus restaurantes son extranjeros, pero no sólo por el poder adquisitivo, sino porque están acostumbrados y abiertos a nuevas experiencias. Precisamente, en el primer mundo hay una gran cantidad de público que puede pagar 400 dólares o euros por una comida y con ese público se cubren los costos para mantener abiertos los restaurantes de este nivel, subraya la editora de Cuisine & Vins.
Porque, además, hay que tener en cuenta que la “molecular” es un tipo de comida que no es para todos los días, ya que no es un alimento. “La reconstrucción, a veces, rompe las proteínas y el valor nutricional de los productos se puede perder”, precisa Yu Sheng.
“Luego del estallido que hubo, se calmaron las aguas. Hoy se busca trabajar con la esencia del producto, preservando la identidad local, pero con técnicas”, explica el chef de La vinería de Gualterio Bolívar. “Algunas personas vienen con el preconcepto de que se van a comer una pastillita con gusto a bife de chorizo y no es eso”, desmitifica Diglio.
Ahora, en un restaurante de este tipo se puede servir algo “molecular”, acompañando un plato de carne, “porque la gente, además de la experiencia, quiere comer”, cuenta Goto. Un ejemplo es la pizza en copa que se sirve en Tarquino. Se trata de una espuma de queso con gusto a provolone, con una esfera de aceituna que estalla en la boca. Y se come con cuchara. “Nació como un plato conceptual y se transformó en algo comercial, porque a la gente le gusta y vuelve”, sintetiza Liporace.

Orígenes
La ciencia ha querido explicar muchos aspectos de la naturaleza y la vida del hombre, desde la naturaleza hasta el deporte, pero tardó bastante en meterse dentro de las cacerolas. La gastronomía molecular es la aplicación de la ciencia a la práctica culinaria y a los fenómenos gastronómicos. El término fue un invento del físico húngaro Nicholas Kurti y del fisicoquímico francés Hervé This. La leyenda dice que fue en una reunión en 1992 entre científicos y cocineros que se dieron cita para comer, y beber, en la deliciosa localidad de Erice. “La característica que los unía era que les gusta comer y, en general, también cocinar”, detalla la bioquímica Mariana Koppmann a Debate.

Para practicar, se pueden hacer espumas en casa con sifones que se consiguen en bazares gastronómicos. La cadena de café Starbucks los utiliza para servir la leche.

Publicado en Debate en febrero de 2013.

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