Las vacaciones en Bahía Blanca habían terminado. En el
cuarto de huéspedes de la casa de su cuñada, sentado en la cama, el químico y
oceanógrafo Rubén Lara armaba las valijas para volver a su casa en Alemania. Su
hijo, Federico, se divertía jugando; su señora hablaba con su hermana cuando,
de repente, él, quien se define como un tipo “medio duro” (que tiene bien
encuadrado el sentimentalismo de extrañar el mate, el asado) percibió una
sensación extraña. Algo interior parecía movilizarlo. Había visto a su mamá muy
caída. “Al observarla así a mi vieja, la persona que me bancó todos los
estudios, pensé que las felicitaciones académicas y la vida ordenada no valían
la pena si ella estaba enferma. Y me di cuenta de que esa situación no me la
bancaba más”. Aquella noche fue el punto de inflexión. Aquella noche, Lara
decidió volver a la Argentina.
En ese año (2007) ya funcionaba el Programa Raíces (Red de Argentinos Investigadores y Científicos en el Exterior). Según cuentan en el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (MinCyT), antes de la implementación de ese plan –relanzado en 2003-, los científicos que residían en el exterior no podían aplicar para la carrera de investigador del Conicet ni trabajar en proyectos de investigación locales. En realidad este programa existía “pero sin un financiamiento específico”, de acuerdo con lo que aseguró el propio ministro de Ciencia, Lino Barañao. Además, en octubre de 2008, el Congreso de la Nación promulgó la llamada “Ley Raíces” (número 26.421), que estableció que la repatriación de investigadores iba a ser asumida como una política de Estado. Desde entonces, el programa incluye todos los planes de retorno de científicos que vivan en el exterior y deseen volver al país, como así también los proyectos que fomentan la vinculación entre los investigadores residentes en la Argentina con aquéllos que viven en el extranjero.
En líneas generales, el Programa Raíces subsidia los pasajes
de regreso de los investigadores residentes en el exterior que tengan ofertas
de trabajo en el ámbito local, más un monto fijo de cinco mil pesos para los
gastos de mudanza, ticket aéreo para un miembro de la familia o equipamiento.
Además, los científicos pueden enviar su solicitud de ingreso desde el
extranjero para la carrera de investigador, que el Conicet mantiene abierta de
forma permanente.
Precisamente, Lara, químico y oceanógrafo, fue uno de los
850 científicos que, según los datos del MinCyT, volvieron al país, entre 2004
y 2011. Este científico había estudiado en la Universidad Nacional del Sur
(Bahía Blanca). Cuando quiso hacer el doctorado en Química Marina, se dio
cuenta de que en la Argentina no existía. Entonces, en 1986, pidió una beca a
Alemania, la ganó y se fue a completar sus estudios a ese país.
En el momento de terminar su doctorado, en 1989, recibió el
ofrecimiento para quedarse a realizar un posdoctorado, aunque él decidió
volver. Pero regresó en tiempos de hiperinflación, con un contrato por sólo dos
años como jefe del laboratorio en el Instituto Argentino de Oceanografía
(IADO). “Era una época muy mala económicamente. No había horizontes. Era
difícil conseguir trabajo no sólo para los científicos, sino para todos. Y como
no pude mejorar mi situación laboral, al año de haber llegado, decidí aceptar
la oferta de volver a Alemania”, recuerda.
En 1990, Lara se instaló con su esposa Graciela en Alemania.
Primero trabajó como jefe de Proyecto en el Instituto Alfred Wegener de
Investigaciones Polares y Marinas, en Bremerhaven, una ciudad ubicada a 500
kilómetros de Berlín. Y más tarde, en 1995, como investigador senior en el
Centro de Ecología Marina Tropical de Bremen. Allí, realizó investigaciones en
biogeoquímica estuarina y marina, paleoclima y variaciones del nivel del mar,
vulnerabilidad costera y ecohidrología de humedales.
Durante su estadía en Europa, Lara consiguió una destacada
carrera profesional que incluía la coordinación de proyectos bilaterales de
investigación entre Alemania y Brasil, Vietnam, Japón, la India y Bangladesh.
Sin embargo, a pesar de su trayectoria como investigador y de que había
agrandado la familia con la llegada de su hijo Federico, quien hoy tiene 16
años, Lara empezó a sentir que le “faltaba algo”. “Llegó un momento en el que
el trabajo ya no me producía la alegría de antes, porque estaba cada vez más
ligado a lo que estaba pasando emocionalmente, a nivel familiar, en la
Argentina”. La preocupación mayor de Lara era su madre, quien vivía sola (es
hijo único y su papá había fallecido cuando él vivía afuera).
Entonces, llegaron las vacaciones de 2007, cuando viajó a la
Argentina con Graciela y Federico a visitar a su familia y se hospedaron en
casa de su cuñada. Esa noche, la de las lágrimas sobre las valijas, fue el
momento en que Lara no dudó en que debía volver, cuando sorprendió a su mujer: “Vamos
a tomar una decisión con el corazón, y la vamos a ejecutar con la cabeza”. Porque,
“veinticuatro años en Alemania no pasan en vano”, explica el oceanógrafo.
Si bien el nexo con la Argentina lo había empezado a
restablecer en 2005, en el momento en que desde su instituto trabajó en una
cooperación científica con la UBA, la gran oportunidad, para él, apareció en
2007 cuando un colega argentino lo invitó a codirigir su proyecto de
investigación. Algo que pudo concretar debido a la implementación del Programa
Raíces.
Lara cree que el responsable de vincular a los
investigadores que viven en el exterior con grupos de investigación locales “entendió
muy bien lo que siente el que está afuera, porque uno quiere trabajar en la
Argentina, sin arriesgar lo que construyó en el extranjero”. Y agrega: “A mí se
me presentó como una experiencia muy atractiva para retomar el nexo con mi
país”.
Finalmente, en febrero de este año volvió al
país, a vivir a Bahía Blanca, su ciudad natal, junto con su esposa y su hijo,
como investigador del Conicet y como director del IADO.
“Todos los que nos vamos tenemos siempre
latente la idea de volver”
Claudia
Fernández tiene 47 años, es licenciada en Letras (UBA) y magister en Enseñanza
del Español como Lengua Extranjera. Volvió de España luego de residir 16 años
en Madrid. Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires y es la directora del
Laboratorio de Idiomas de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
Nací en Berazategui pero a los 24 años me mudé a
Capital, así que podría decir que soy porteña por adopción. Antes de irme a
España era la coordinadora del departamento de Español del laboratorio de
idiomas, donde ahora trabajo como directora. En ese momento pedí una beca a la Agencia Española
de Cooperación Internacional (AECI) con la idea de hacer un máster en Madrid.
La solicité pensando que no me la iban a dar, pero salió y me fui. Cuando se
terminó el primer año, me extendieron la beca por otro año más y después me
ofrecieron trabajo para diseñar un máster de educación a distancia y escribir
los materiales del plan de estudios. Fue un aprendizaje inicial muy fuerte.
Cada año, me decía: un año más y un año más, y
casi sin darme cuenta me fui quedando. No fue una decisión consciente y
racional: me metía en proyectos, tanto académicos como personales, que me iban
dando ganas de seguir allá.
Al principio, mis familiares y amigos me iban a
visitar. Yo viajaba para la
Argentina cada dos o tres años, pero hubo un momento en el
que empecé a venir todos los años: me gastaba todos los ahorros en eso. Cuando
vine en 2001, aquel año tan malo, fue un poco deprimente porque me empecé a
plantear en serio qué era lo que estaba haciendo afuera.
Después de la debacle que sufrió el país, las
cosas se fueron poniendo más interesantes a nivel académico: resurgieron
proyectos que antes no tenían lugar. Y los amigos y colegas que estaban acá, y
con los que había mantenido el vínculo a través de los años, me invitaban a
participar en trabajos. Además, la estabilidad de la región le dio otra imagen
a América Latina.
Yo sentía que si bien había crecido mucho a nivel
profesional en España, estaba en una meseta, reproduciendo esa idea de la Vieja Europa: tenía
trabajo, estaba bien, pero hacía siempre lo mismo. Al mismo tiempo que me
quedaba sin desafíos profesionales allá, surgían nuevos en la Argentina.
Cuando ya había tomado la decisión de volver,
empecé a pensar en cómo hacerlo. Se me había ocurrido, si no podía regresar
directamente a la Argentina,
buscarme un trabajo de enseñanza de español a extranjeros en Brasil, para poder
viajar los fines de semana a Buenos Aires.
Al final resultó más fácil de lo que lo había
pensado: apareció la vacante para el puesto en el estoy trabajando, concursé y
lo obtuve. Entonces, pensé: ¿Qué hago con todas mis cosas? ¿Cuánta plata
necesito para trasladarme?
Varias veces había escuchado la frase: “La ayuda
al retornado”, la puse en Internet, y apareció el programa Raíces, presenté la
documentación y me dieron el subsidio.
Como me pasó con la beca que me llevó a España,
pensé que no iba a salir, que era como comprar un billete de lotería, pero
salió. Las cosas se fueron dando como una especie de puzzle que se arma de a
poco: de unas piezas sueltas te queda una figura.
“Lo que más me gusta de mi trabajo es que yo
decido lo que hago”
Lucas
Borras tiene 37 años, es ingeniero agrónomo (UBA) y doctor Ciencias Agrarias.
Volvió a la Argentina
en noviembre de 2008, luego de vivir casi cinco años en Estados Unidos.
Actualmente, es investigador de Conicet y profesor en la Facultad de Ciencias
Agrarias de la
Universidad Nacional de Rosario, ciudad en la que vive.
Cuando estaba por terminar mi doctorado, en 2002,
vi una oferta de trabajo muy interesante en una empresa de California (Pioneer
Hi-Bred Intl), envié mi currículum, me mandaron el pasaje para la entrevista,
fui y quedé seleccionado.
En 2001
yo había estado trabajando en una universidad de Estados Unidos durante tres o
cuatro meses. Allá viven mi mamá, mis dos hermanos y mi sobrino, y también los
había visitado bastante: así que no era que me iba a un lugar desconocido. Viví
dos años en California y, después, cuatro en Iowa.
No soy
de extrañar el dulce de leche o los alfajores. Quizás sí el grupo de amigos, el
entorno social. Sobre todo cuando empecé, en California, en una estación
experimental: éramos 13 personas. Pasé de vivir en la ciudad de Buenos Aires,
de trabajar en la UBA,
con un montón de gente, a un pequeño lugar dedicado específicamente a la
investigación. Cuando me mudé a Iowa, eso cambió mucho, porque me fui a trabajar
a una universidad y, en los centros de estudios, siempre hay mucha gente.
Después,
volví. Volví porque tenía ganas de volver. Me ofrecieron ser profesor en la Universidad Nacional
de Rosario e investigar en el Conicet. Yo trabajo en cuestiones de generación
de rendimiento en cultivos extensivos. Por ejemplo, cómo hacer que el maíz o la
soja rindan más, que sus rindes se hagan más estables a lo largo del tiempo. La
idea es que todos los años, el grano mantenga el rendimiento para, así, poder
disminuir el riesgo que toma el productor al invertir. El tema que más
investigué es cómo crecen los granos de maíz, por cuánto tiempo, cómo los
hacen, cuál es el impacto a nivel cosecha, si el grano es demasiado chico o no.
Y, de alguna manera, Rosario era una ciudad que me servía para lo que yo estaba
investigando: la universidad tiene una buena estructura para trabajar y Santa
Fe es una provincia con una importante impronta agrícola. Era una buena
posibilidad, que me permitía, al mismo tiempo, seguir conectado con empresas de
afuera.
La
verdad es que me gusta lo que hago. Yo decido mis temas de investigación. Es
cierto que tengo que buscar financiamiento y, si elijo un tema sin relevancia,
nadie va a pagar la investigación, pero soy quien tomo las decisiones sobre para
dónde va el proyecto. Otra de las cosas que me permite mi trabajo es viajar,
por ejemplo para la revisión de proyectos de investigación o de tesis
internacionales. Como evaluador, fui a Australia, Oriente Medio, Europa, de una
punta a la otra de Estados Unidos. Y, dentro de poco, me voy a Vietnam. Por
otro lado, doy clases en el manejo de cultivos: cómo se decide cuándo sembrar,
qué hacer si falta agua, por qué podría caer el rendimiento. Doy clases para
niveles de grado y de posgrado y también tengo pasantes a mi cargo. Pero
prefiero a los de posgrado, no sólo porque suelen apasionarse más con el tema,
sino también por el feedback que recibo como docente.
“Extrañaba mucho a mi familia y a mis amigos”
Natalia
Pacioni tiene 31 años y es doctora en Química de la Universidad Nacional
de Córdoba (UNC). Realizó su tesis posdoctoral Fellow en la Universidad de Ottawa
(Canadá), donde residió por tres años. Volvió a la Argentina en febrero de
2011 y actualmente es investigadora del Conicet y profesora en la UNC.
Soy de del interior de Córdoba, de una ciudad muy
chica que se llama Almafuerte, aunque después me fui a vivir a la capital,
donde hice mi carrera y mi doctorado.
Entre los estudiantes de ciencias, existe la
filosofía de que al terminar los estudios es bueno hacer algún tipo de
especialización en el exterior, para sumar experiencia y ver cómo se desarrolla
la especialidad en otros lugares. Con esa idea en la cabeza, cuando estaba
terminando mi doctorado, empecé a mandar curriculums a profesores que
trabajaban en distintas áreas de investigación. En un congreso en Los Cocos,
conocí al que luego fue mi supervisor de posdoctorado: un argentino radicado en
Canadá que me ofreció que fuera a trabajar con él.
Así que en febrero de 2008 me fui a Canadá. La
experiencia de vivir afuera fue muy buena, aprendí otras formas de manejarme y
también a tener mayor independencia. Además, tuve la suerte de trabajar en un
laboratorio en el que se formó grupo muy ameno, con gente de todos lados del
mundo.
Eso hizo más fácil mi estadía en Ottawa porque,
sobre todo al principio, extrañaba mucho a mis amigos y a mi familia. Me llevó
un tiempo hasta que armé un grupo para salir o practicar deportes. La cultura
es diferente y eso se nota en los vínculos de amistad y en cómo arreglan los
horarios para reunirse.
Cuando llegué, se usaba muchísimo Facebook para
organizar eventos, tanto familiares como entre amigos, algo totalmente nuevo
para mí. Después, ya era parte de mi vida, pero al principio me sonaba raro eso
de armar algo con tanto tiempo de anticipación. Allá, no existe eso de llamar a
alguien y encontrarse ese mismo día para tomar unos mates.
En un momento, me
empecé a plantear si quería volver a la Argentina o establecerme afuera y tuve que poner
en la balanza tanto mi carrera como a mi familia: si quería vivir lejos de mis
padres, de mi hermano y de mis sobrinos. A nivel profesional, se abrió la
posibilidad de regresar al grupo de trabajo en el que hice mi tesis de
doctorado. Al final, decidí volver y tratar de aportar lo que aprendí en la Argentina, con lo que
aprendí en Canadá, y generar alguna línea de investigación nueva. Tanto para
fortalecer el laboratorio de química orgánica, adonde ahora trabajo, como para
enriquecerme personalmente. Fue una decisión difícil, que la fui tomando día a
día, constantemente, desde que decidí volver hasta que finalmente volví.
Para volver hay que
irse
Por Diego Golombek
(*)
Se dice que en la época de oro de la ciencia argentina
(Nobeles incluidos) éramos un faro y un imán para realizar investigaciones de
primer nivel, al menos en algunas áreas. Claro que el tiempo de nuestros dos
Premios Nobel y medio (sí, digo bien: dos Premios Nobel y medio, ya que en
nuestra curiosa travesía científica tenemos el honor de haber echado a César
Milstein a patadas, con el consiguiente carrerón que supimos conseguir... en
Inglaterra) fue suplantado por el período de mayor oscuridad y barbarie de
nuestra historia. Así, como en tantas otras áreas de la cultura, en la ciencia
nos falta una generación luminosa y, de a poco, vamos reacomodando y
reorganizando la tropa.
Por otro lado, mucho se habla de la fuga de cerebros (y el
que haya visto un cerebro con patitas corriendo por Ezeiza que mande una foto):
que nuestros científicos se forman y después se rajan porque acá no se puede, porque
acá no se debe, porque acá no. Hay algo errado en esta idea: la investigación en
ciencias (al menos en ciencias naturales) se ve enormemente beneficiada con una
estadía en el exterior, en donde uno se siente limitado, no por los recursos
sino por sus ideas. En otras palabras: fúguense, cerebros, aprendan de todo,
conozcan el mundo, hagan amigotes científicos, manden fruta. El asunto no es la
fuga, sino la vuelta: tener las condiciones y las ganas para que esas neuronas,
disfrutando de laboratorios de la hostia, en algún momento puedan emprender el
regreso con gloria y construir de a poco su nidito de ciencia en nuestro país.
Una de las sensaciones más fuertes de “los que volvimos” es la de que si no
estamos afuera no pasa nada, miles de becarios chinos (muchos de ellos
excelentes) están ahí para ocupar nuestro lugar. Pero si no estamos acá, algo
se cae, somos más que un simple engranaje: algún pibe se queda sin tema de
trabajo, alguna idea se va volando, alguna clase se pierde una mirada. Eso es
fuerte y, tal vez, una de las mayores razones de que estemos acá. Volver es
morir un poco (sobre todo en ciencias), pero de a ratitos renacemos, y vale la
pena.
Pero ahora se da, quizá por primera vez, una situación
curiosa: no sólo están las ganas de volver, sino que el mapa de cuarto grado se
modifica para aparecer con los brazos abiertos. Vengan, muchachos, que algo les
vamos a encontrar. Nuestra sociedad no mira a los científicos sólo con
benevolencia (y misericordia), sino que nos ve útiles, necesarios, hasta
simpáticos. Mucho -casi todo- viene de políticas de gobierno que se apoyan en
la ciencia (y no sólo se llenan la boca por apoyar “a” la ciencia) y de gestos
tanto simbólicos como concretos por entender la investigación y la tecnología como
un motor, abrir los ojos a conocer nuestro mundo y nuestras posibilidades. Y, a
veces, me tengo que pinchar para asegurarme de que no es un sueño.
*Universidad Nacional de Quilmes / Conicet.Publicado en Debate en octubre de 2011.
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