Rodolfo Livingston explica su concepción de la arquitectura,
su formación, algo de su historia y deja entrever la personalidad de una figura
deslumbrante.
Además de famoso por excéntrico e innovador, Rodolfo
Livingston debe ser el arquitecto más versátil del país por la gran cantidad de
cosas que hace: dicta seminarios y da conferencias en Argentina, Venezuela,
Uruguay, Cuba y Brasil, escribe artículos para diferentes publicaciones y
atiende su consultorio de arquitectura. Y, también, por lo que ya hizo: fue
docente universitario, escribió once libros, erradicó una villa miseria en la
Cuba posrevolucionaria, fundó -junto a otros colegas- la Facultad de
Arquitectura de la Universidad del Nordeste y atendió más de tres mil consultas
de clientes sólo en Argentina, entre otras (muchas) cosas que figuran en su
extenso currículum.
Sin duda, su mayor aporte es la creación de la especialidad “arquitectos de familia”, un sistema de diseño participativo, que empieza en escuchar al cliente y consiste en ofrecer soluciones reales a los problemas de las personas con sus casas. Esta invención suya recibió dos premios internacionales: el Best Practices, Estambul 1996 y el World Habitat Awards, Bruselas 2002.
Durante toda la década del noventa, Livingston viajó 32
veces a Cuba para implementar el plan “Arquitectos en comunidad”, que aplica su
método para la atención de la población. Así, Cuba tuvo una red de consultorios
de arquitectura a lo largo de todo el país.
La entrevista es en su estudio, un séptimo piso en La
Paternal, que parece un tanto modesto para un arquitecto de su condición. Se ve
a primera vista que el departamento, que posiblemente haya sido de dos
ambientes en su diseño original, fue reformado de acuerdo a los principios del
arquitecto de tener espacios grandes: no quedó ni una pared a la vista. Sólo
una columna y la puerta que da al baño, ahí también se encargó de hacer
reformas y abrió una ventana mucho más grande que la habitual para ese tipo de
ambientes. Dice orgulloso: “Soy contraventor municipal, abro ventanas en
medianeras”, y explica que el reglamento que lo prohíbe es de la década del
cuarenta, cuando las casas eran bajas, que en un décimo piso no tiene sentido
aplicar esa norma, que las personas necesitan vivir con más aire y más luz.
Igual, dice con voz de vecino miedoso, “a la gente le viene un insólito y
misterioso miedo por los reglamentos. Aunque hayan pasado 400 semáforos en
rojo, cuando se trata de la ventana, te dicen: “nooo, es ilegal”. A lo largo de
la charla, imitará varias veces las voces de distintos personajes, se reirá
bastante, hará chistes, recorrerá el departamento, saldrá al balcón, mostrará
fotos. Y tendrá un pedido especial: que se nombre a su esposa, la también
arquitecta Nidia Marinaro, porque “con ella fue con la única que me casé de
verdad, por Iglesia y con anillo”, dirá, mientras muestre la alianza de oro, en
el correspondiente anular izquierdo.
¿Qué es, para usted,
la arquitectura?
Es el encuentro entre los lugares y la gente. No es ni los
lugares ni la gente.
¿Este estudio sería
parte de una arquitectura?
Este lugar puede ser muchos lugares, de acuerdo a quien lo
use: el consultorio de un médico, el despacho de una secretaria. A veces, hay
que modificar los lugares para adaptarlos a la gente. Y otras, hay que crear
nuevos, pensando en cómo es la vida de la familia. La arquitectura es la
estructuración de los límites entre los miembros de la familia: así como
necesitan juntarse, precisan límites entre ellos.
¿Cómo sería una casa
ideal? ¿O eso depende de cada persona?
Hay cosas que son comunes para la mayoría. Todos piden un
poco de verde, un patio, los matrimonios piden aislación de los hijos. Después,
hay infinitas variables. Hay gente que te pide cualquier tipo de cosas. Tuve un
cliente que me pidió que en el mismo baño le pusiera dos inodoros. Y al tiempo,
otro me pidió lo mismo. Un misterio.
¿Por qué quiso ser
arquitecto?
No quise, entré distraído.
¿Cómo es eso?
Las opciones que se nos presentaban al terminar el
bachillerato a la gente de mi condición social, en Barrio Norte, eran Derecho,
Medicina o Arquitectura. Me gustaban más las dos primeras. Estaba convencido de
que los juicios eran como los del cine, hasta que descubrí que no, que acá,
eran escritos. Entonces, renuncié al Derecho. De Medicina me horrorizaban los
cadáveres y la sangre. Me hice unos tests y me dijeron que tenía condiciones
para Arquitectura, así que entré a la carrera por descarte. En la facultad, me
aburría bastante porque no se ven casos ni personas, se ven dibujos abstractos.
Sólo conocíamos dibujos en blanco y negro de dos campeones mundiales de la
arquitectura que eran (Frank Lloyd) Wright y Le Corbusier. ¡Y sin embargo había
compañeros míos que eran fanáticos de ellos!
Leí en algunas
entrevistas que usted dice que finalmente juntó las tres profesiones
(Arquitectura, Derecho y Medicina), ¿de qué manera?
Tengo en común con la abogacía la parte de la defensa, en mi
caso, a las casas, a veces, de sus mismos habitantes, cuando quieren hacer
cosas equivocadas. Los defiendo a ellos, en realidad. Y la entrevista médica es
parecidísima a la que hago yo con mis clientes. Los médicos la llaman la
anamnesis, y yo le digo “la escucha”. No me la copié, pero un día descubrí que
los médicos la hacían. Para mí, el proyecto no empieza con el lápiz ni con la
computadora, sino que empieza con el oído. Tengo una fórmula, una estrategia,
para escuchar a la familia. Para decodificar lo que quiere, de lo que pide.
¿Para hacer una vida
más agradable?
Claro, la vivienda es parte de la vida. No es toda la vida.
El espacio se divide en dos grandes categorías: adentro y afuera. La vivienda
es el traje de la familia, o de una persona sola, es el adentro. Es adonde uno
va, aunque trabaje mucho afuera, a recuperarse, a bañarse, a dormir. Y el
afuera es la otra categoría que también es muy importante. Si uno tuviera sólo
vivienda, estaría en prisión domiciliaria, y si estuviera sólo en el afuera,
sería un homeless.
Usted se disfrazó de
linyera en 1991.
(Se ríe.) Me llamó una periodista de Clarín y me pidió que
opinara sobre los nuevos linyeras, porque con la crisis mucha gente había
perdido sus casas. Dije que no entendía nada de eso, pero insistió, así que
decidí disfrazarme e instalarme en la iglesia que está frente a Parque Lezama.
Mi hijo Juan se ofreció para sacarme fotos. Justo me acababa de dar un golpe
con la bicicleta, así que estaba medio lastimado, y como nunca fui muy
elegante, me dejé la misma camisa, me arrugué el pantalón, me llevé una bolsa
con cáscaras de naranja, me despeiné y, sobre todo, adopté una actitud
encorvada, que no tengo. Me instalé en la iglesia, toqué timbre y pedí un vaso
de agua, pero me lo negaron, contradiciendo a la Biblia, que dice: “Darás de
beber al sediento”. La historia salió en el diario. Después, quedé tan
convencido de que era pobre, que necesité bañarme e invité a la periodista y a
mi hijo a comer en San Telmo con vino blanco.
¿Tuvo una ocurrencia
de ese estilo alguna otra vez?
Millones. Muchas están contadas en mi libro Memorias de un
funcionario, lo escribí luego de mi experiencia como director general del
Centro Cultural Recoleta. Me nombraron en 1989 y duré cinco meses y medio.
Sabía que me iban a echar, porque no sólo no hacía lobby, como me aconsejan
algunos, sino que, hice campaña para que no se construyera un shopping (se
refiere a Galerías Pacífico).
¿Volvería a ser
funcionario?
No. Tienen reuniones aburridísimas. Ya descubrí que mi mejor
rol es el de asesor natural. Por ejemplo, cuando en la década del noventa fui a
Cuba a instalar el sistema de los consultorios de arquitectos de familia, nunca
tuve ningún cargo. Sin embargo, allá me respetaban muchísimo. (Imitaba la voz
de un cubano) “Oie, mira que viene Livingston, y se va a poner furioso”, y eso
que legalmente yo no existía (se ríe).
“A Baracoa me voy,
aunque no haya carretera”
Después de la revolución, Cuba convoca a arquitectos para
que fueran a trabajar a la isla. Livingston vio la ocasión ideal para trabajar
en la construcción, ya que hasta ese momento su carrera profesional había
estado dedicada a la docencia. Llegó al país caribeño en mayo de 1961, pocas
semanas después de la invasión a Bahía de los Cochinos.
¿Cómo fue su
experiencia en Cuba en los sesenta?
En dos años, viví veinte. Fue maravilloso. Yo quería
participar en alguna construcción y me mandaron a un pueblito, Baracoa, del que
me enamoré por su nombre y por sus historias de café y de cacao. Quedaba del
otro lado de las montañas y no había camino, y para colmo escuché una canción
que decía: “A Baracoa me voy aunque no haya carretera” (un son del cubano
Antonio Machín), y eso me decidió absolutamente. No me querían mandar ahí
porque sabían que era asmático, pero yo dije: “A Baracoa me voy, aunque no haya
carretera”. Y fui para trabajar en la erradicación de una villa miseria. Los
obreros eran los propietarios. La mayoría, analfabetos y “fidelistas”. En ese
año, 1961, con la campaña de alfabetización todos terminaron sabiendo leer y
escribir.
¿Las personas
participaban en la construcción de su propio barrio?
Exactamente. Creo que ahí está, sin que yo lo supiera, el
embrión de mi forma de trabajo actual, de mi método participativo. Porque eran
clientes y, además, obreros. Por razones técnicas, los tenía que convencer de
hacer un techo especial, de junta abierta, pero ellos no querían. Hice
reuniones en la villa, pero seguían negándose. Y yo no se los iba imponer.
Finalmente, les pedí que me dijeran cómo tenía que ser el techo: ninguno sabía,
pero cada uno daba una idea y ahí entendí lo que era un cerebro colectivo. No
razoné sobre eso, pero era un fenómeno de participación: no hay uno más
inteligente que otro, sino que entre todos se llega a algo distinto.
Al final, ¿qué techo
hicieron?
El que yo quería. Lo construyeron entre todos y en la
primera lluvia que hubo, fueron a ver qué pasaba. Si hubiera habido alguna
filtración, no sé si hoy estaría acá. (Piensa.) Fue una experiencia muy
intensa. Con la ayuda de todos, aprendí a construir sin saber hacerlo. Iba a
cortar caña con ellos cantando en los camiones. Y al cabo de un tiempo me di
cuenta de que la gente me quería mucho: era un líder. Los del Partido Comunista
me pedían que le explicara las cosas a la gente, además los hacía reír mucho. A
veces, me angustiaba porque no me llegaban los materiales (piensa). Sin
embargo, ahora que lo veo en el recuerdo, en esa época fui muy feliz.
Niño rico
En el prólogo del libro más famoso de Livingston, Cirugía de
casas, el periodista Orlando Barone cuenta que el arquitecto fue, alguna vez,
millonario “de verdad”, de esos que tienen chofer, cocinera y ama de llaves.
Cuando era chico,
¿dónde vivía?
En el Barrio Norte, enfrente de la Embajada de Francia, en
un departamento que fue el primero en tener aire acondicionado central. Nací en
la calle Libertad entre Juncal y Arenales, en un petit hotel. Después mi madre
fue perdiendo todo su dinero. No sé en qué año habrá sido, en el 50, 55, se
quedó prácticamente sin nada: con dos departamentos de un ambiente que le
compré para mantenerla. Yo creo que tendría que agradecer eso, porque a lo
mejor ahora estaría tomando whisky en el Jockey con algunos grupos de
imbéciles. En cambio, en vez de eso, me fui a Cuba. Qué mal que voy a quedar
con los del Jockey, porque hay algunos que nos son imbéciles… ¡el otro día me
invitaron! Porque era el cumpleaños de 80 de un compañero mío, un escribano.
Entonces fui. Estaban todos los bacanes (pone la voz de la gente que habla sin
modular, pero a los gritos). Los trajes azules, todos quemados. (La imitación
le sale muy bien).
¿Y se acostumbró a
vivir sin chofer?
Seguí viviendo con chofer.
¿Sí?
Porque en el socialismo soy como un rico: siempre me
pusieron chofer. Me llevaban a tantas partes que si no me ponían chofer no
servía para nada (Se ríe).
En varias entrevistas
habla de psicología, ¿hace terapia?
No.
¿Hizo alguna vez?
No me gusta decir “fui a terapia” porque terapia quiere
decir que uno está enfermo, y yo no estaba enfermo, tenía algunas dificultades,
algunas cosas. Fui por períodos cortos. Las mujeres me mandaban. Iba cada tanto
y conozco todas las etapas: análisis transaccional, psicoanálisis, sistémico.
Una vez estaba muy triste, porque me acaba de separar, y fui a análisis de
grupo, pero los hacía reír a todos. Mi amigo Tato Pavlosky me dijo: “Vos no sos
para grupo”. Entonces, renuncié al grupo y el resto de los pacientes decía:
“Qué vamos a hacer ahora” (se ríe fuerte). A lo mejor, el terapeuta era yo.
Tengo entendido que
Tato Pavlosky lo definió como a un narcisista. ¿Es así?
Sí, le pedí el prólogo para Memorias de un funcionario y,
cuando lo leí, resultó ser un diagnóstico médico. Yo no podía decirle no me
gustaba, entonces lo acepté. Por suerte, dice que es un narcisismo que no daña,
sino que da para el afuera. Al final, me salvó.
¿Lo publicó tal cual?
Sí, no lo toqué en lo
más mínimo.Publicado en Debate en diciembre de 2011.
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