Para llegar hay que concertar una cita, ya que la dirección
exacta se brinda una vez acordado día y horario. Hay dos requisitos: ir con
zapatillas o zapatos cerrados y llevar una “buena playlist para hacer catarsis”.
Ante mi pedido de recomendación (quiero saber a qué se refieren con eso de la
playlist), me responden: “Es muy personal, pensá en lo que a vos te ponga en ese estado de euforia/alegría.
Acá sonaron reaggetones, AC/DC, Dubstep, pero también podés ponerte la Novena
Sinfonía de Beethoven como en La naranja mecánica”.
El local queda en Palermo Soho, en una de esas
construcciones nuevas que parecen preparadas para alojar productoras de
televisión. Al entrar, la fórmula de bienvenida: “Como en tu casa, pero donde
se pueden romper cosas”.
Así recibe el publicista y diseñador de autos Guido Dodero a
quienes llegan a The Break Club, un emprendimiento que creó para que la gente
rompa cosas. Literalmente, no hay metáfora en esta explicación. Enseguida ofrece
algo para tomar: agua o té. En una recepción de tres metros por tres metros
hay: un casco y un par de guantes de motociclista sobre una llanta Pirelli, un
velador de caireles de plástico arriba de tres ejemplares idénticos de Derecho
constitucional e instituciones políticas, de Segundo V. Linares Quintana. Un
plasma apoyado sobre uno de los sillones con el tapizado más horrible de la
historia del estampado, o quizás, sólo tan fuera de moda que no llega a vintage
ni a kitsch. Un aparato de fax y un escáner, con evidentes muchos años en
desuso. Una carcasa del videojuego “Sunset Riders”, que conserva un dibujo de
un cowboy y “que ya estaba en mal estado”, aclara Guido. Una imitación halloweenense,
una calabaza de telgopor naranja flúo, se destaca por sobre el todo gris: piso,
paredes, ladrillos y polvo.
Tengo frío. Un frío que también me parece gris.
No queda claro qué está puesto a modo de decoración y qué
cosas sólo son basura apoyada en el piso. Y bates. De baseball y de softball.
De madera y de aluminio. Colgados de las paredes y en el piso. Todos usados. Unos,
en buen estado; otros, enteros pero golpeados. Los menos: sólo restos de
madera, unos palos informes de los que sospecho que alguien los usó con furia. Al
fondo, como una instalación del Centro Cultural Recoleta de hace quince años,
17 monitores -no planos- forman una pirámide.
Guido tiene preparado un recorrido para el servicio que
ofrece. Luego de la bienvenida, hay tres pasos.
Primero, la sala de introspección. La consigna es pensar
(ahora sí, metafóricamente) con qué cosas se quiere romper (entiendo que se
trata de elegir sustantivos abstractos) y escribirlos en un papel. La idea es
llevarlo al segundo cuarto (el de despedazar objetos en el sentido literal) y
también destruirlo. Sin embargo, una chica se olvidó su lista –la única
aparente conexión con el lado terapéutico de todo este asunto-, y leo que dice que
quiere sacarse sus enojos, frustraciones, angustias. ¿Eso se consigue rompiendo
botellas, monitores o plasmas? (¿Un monitor por un enojo?) Esa primera habitación
es también el cambiador. Me pongo los elementos de protección: mameluco,
guantes, máscara. También hay un espejo. ¿Para qué? ¿Para verse lookeado de
obrero? ¿Para verse lookeado de lo que en absoluto somos ni seremos? “Verse con
el traje te hace pensar cosas”, es la explicación de Guido. Quizás alguien se
inspire para la próxima fiesta de disfraces.
Segundo paso: romper, la estrella del lugar, para lo que vinimos.
Las paredes tienen marcas de rompedores anteriores. Como no traje música, Guido
pone Daft Punk Alive 2007. Agarro un bate y empiezo con unos bidones de
plástico, “para entrar en calor”, y sigo con unas botellas de vidrio y un
monitor viejo.
Después de batear varias cosas, descubro: los objetos no se
rompen tan fácil como creía. Hay que tener fuerza y ser insistente. Dos: romper
duele en el cuerpo. La mano. Y la espalda. Tal vez, a algún jugador de béisbol
le resulte más sencillo. Tres: los vidrios al estallar hacen mucho ruido. La
música no se escucha en absoluto. Cuatro: ya no tengo frío.
Queda el último paso, la habitación del relax. El ambiente es
oscuro y agradable. No es bello, pero después de la violencia, resulta
reconfortante. Hay una manguera de luces, un sillón, una fuente de agua china y
un frasco de alcohol en gel. Acá sí, la música se escucha. Elijo a Bob Marley.
Para terminar, se ofrece un libro de visitas. Los mensajes,
todos de agradecimiento, son similares: “No hace falta más psicólogo. 100%
recomendable. Libera toda la frustración. Ideal manera de purificarse”.
De a poco, el frío vuelve a aparecer.
Mujeres
Entre el 85 y el 90 por ciento de los asistentes son
mujeres. La clave estaría, según ciertos especialistas, en que los varones
tienen más lugares de descarga socialmente aceptados, como jugar al fútbol, por
ejemplo, donde se suelen insultar o hasta agarrarse a piñas.
Terapias crash
En el mundo, existen este tipo de clubes en Estados Unidos,
España y Japón. En vez de bate, en algunos lugares se tiran los objetos contra la pared. En otros, se
disfrazan de militares o usan ropa de camuflaje.
Costos
La habitación preparada con 30 botellas de vidrio sale 100
pesos. Un monitor o una tele, 180 pesos. Y para romper una computadora
completa, habrá que desembolsar 250 pesos.
Más cerca del vudú que de la terapia, también se puede pedir romper fotos de una persona, el club arma la habitación con un portarretratos para tal fin.
Publicado en Debate en octubre de 2012.
Más cerca del vudú que de la terapia, también se puede pedir romper fotos de una persona, el club arma la habitación con un portarretratos para tal fin.
Publicado en Debate en octubre de 2012.
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