lunes, 20 de mayo de 2013

Permiso para romper

En Buenos Aires se puede hacer de todo, hasta pagar para destrozar cosas. La idea es bajar el nivel de estrés o, al menos, pasar un buen rato bateando monitores.
Para llegar hay que concertar una cita, ya que la dirección exacta se brinda una vez acordado día y horario. Hay dos requisitos: ir con zapatillas o zapatos cerrados y llevar una “buena playlist para hacer catarsis”. Ante mi pedido de recomendación (quiero saber a qué se refieren con eso de la playlist), me responden: “Es muy personal, pensá en lo que a vos te ponga en ese estado de euforia/alegría. Acá sonaron reaggetones, AC/DC, Dubstep, pero también podés ponerte la Novena Sinfonía de Beethoven como en La naranja mecánica”.
También se arregla previamente qué objetos se quieren romper. Vidrios, monitores, plasmas, muebles, entre otras opciones. Aunque no todas las combinaciones son posibles porque luego hay que separar materiales para poder reciclar la basura.
El local queda en Palermo Soho, en una de esas construcciones nuevas que parecen preparadas para alojar productoras de televisión. Al entrar, la fórmula de bienvenida: “Como en tu casa, pero donde se pueden romper cosas”.
Así recibe el publicista y diseñador de autos Guido Dodero a quienes llegan a The Break Club, un emprendimiento que creó para que la gente rompa cosas. Literalmente, no hay metáfora en esta explicación. Enseguida ofrece algo para tomar: agua o té. En una recepción de tres metros por tres metros hay: un casco y un par de guantes de motociclista sobre una llanta Pirelli, un velador de caireles de plástico arriba de tres ejemplares idénticos de Derecho constitucional e instituciones políticas, de Segundo V. Linares Quintana. Un plasma apoyado sobre uno de los sillones con el tapizado más horrible de la historia del estampado, o quizás, sólo tan fuera de moda que no llega a vintage ni a kitsch. Un aparato de fax y un escáner, con evidentes muchos años en desuso. Una carcasa del videojuego “Sunset Riders”, que conserva un dibujo de un cowboy y “que ya estaba en mal estado”, aclara Guido. Una imitación halloweenense, una calabaza de telgopor naranja flúo, se destaca por sobre el todo gris: piso, paredes, ladrillos y polvo.
Tengo frío. Un frío que también me parece gris.
No queda claro qué está puesto a modo de decoración y qué cosas sólo son basura apoyada en el piso. Y bates. De baseball y de softball. De madera y de aluminio. Colgados de las paredes y en el piso. Todos usados. Unos, en buen estado; otros, enteros pero golpeados. Los menos: sólo restos de madera, unos palos informes de los que sospecho que alguien los usó con furia. Al fondo, como una instalación del Centro Cultural Recoleta de hace quince años, 17 monitores -no planos- forman una pirámide.
Guido tiene preparado un recorrido para el servicio que ofrece. Luego de la bienvenida, hay tres pasos.
Primero, la sala de introspección. La consigna es pensar (ahora sí, metafóricamente) con qué cosas se quiere romper (entiendo que se trata de elegir sustantivos abstractos) y escribirlos en un papel. La idea es llevarlo al segundo cuarto (el de despedazar objetos en el sentido literal) y también destruirlo. Sin embargo, una chica se olvidó su lista –la única aparente conexión con el lado terapéutico de todo este asunto-, y leo que dice que quiere sacarse sus enojos, frustraciones, angustias. ¿Eso se consigue rompiendo botellas, monitores o plasmas? (¿Un monitor por un enojo?) Esa primera habitación es también el cambiador. Me pongo los elementos de protección: mameluco, guantes, máscara. También hay un espejo. ¿Para qué? ¿Para verse lookeado de obrero? ¿Para verse lookeado de lo que en absoluto somos ni seremos? “Verse con el traje te hace pensar cosas”, es la explicación de Guido. Quizás alguien se inspire para la próxima fiesta de disfraces.
Segundo paso: romper, la estrella del lugar, para lo que vinimos. Las paredes tienen marcas de rompedores anteriores. Como no traje música, Guido pone Daft Punk Alive 2007. Agarro un bate y empiezo con unos bidones de plástico, “para entrar en calor”, y sigo con unas botellas de vidrio y un monitor viejo.
Después de batear varias cosas, descubro: los objetos no se rompen tan fácil como creía. Hay que tener fuerza y ser insistente. Dos: romper duele en el cuerpo. La mano. Y la espalda. Tal vez, a algún jugador de béisbol le resulte más sencillo. Tres: los vidrios al estallar hacen mucho ruido. La música no se escucha en absoluto. Cuatro: ya no tengo frío.
Queda el último paso, la habitación del relax. El ambiente es oscuro y agradable. No es bello, pero después de la violencia, resulta reconfortante. Hay una manguera de luces, un sillón, una fuente de agua china y un frasco de alcohol en gel. Acá sí, la música se escucha. Elijo a Bob Marley.
Para terminar, se ofrece un libro de visitas. Los mensajes, todos de agradecimiento, son similares: “No hace falta más psicólogo. 100% recomendable. Libera toda la frustración. Ideal manera de purificarse”.
De a poco, el frío vuelve a aparecer.

Mujeres
Entre el 85 y el 90 por ciento de los asistentes son mujeres. La clave estaría, según ciertos especialistas, en que los varones tienen más lugares de descarga socialmente aceptados, como jugar al fútbol, por ejemplo, donde se suelen insultar o hasta agarrarse a piñas.
Terapias crash
En el mundo, existen este tipo de clubes en Estados Unidos, España y Japón. En vez de bate, en algunos lugares se tiran los objetos contra la pared. En otros, se disfrazan de militares o usan ropa de camuflaje.
Costos
La habitación preparada con 30 botellas de vidrio sale 100 pesos. Un monitor o una tele, 180 pesos. Y para romper una computadora completa, habrá que desembolsar 250 pesos.

Más cerca del vudú que de la terapia, también se puede pedir romper fotos de una persona, el club arma la habitación con un portarretratos para tal fin.

Publicado en Debate en octubre de 2012.

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