Viajé sola muchas veces, pero me sentí más sola en Buenos
Aires, mi ciudad, que en otros lugares. No por no estar con un hombre al lado.
Sola, porque nadie me ayudó cuando lo pedí.
Es sábado a la tarde y vuelvo (sola) a casa caminando de una
clase de yoga. Esa clase semanal me reconcilia con el mundo, salgo de ahí
pensando en posibilidades, proyectos, me siento poderosa, entera, sentimientos
que se van diluyendo con el transcurrir de la semana y la realidad.
Ese día, en vez de calzas –deben estar para lavar– me pongo un jogging; estoy bastante abrigada, un look bien yoga, remera larga, buzo y campera. Vivo sobre una avenida, Entre Ríos, y hay un montón de tránsito. Hay varias paradas de colectivo. Hay gente en las paradas. No son las 4 de la mañana, no vengo borracha, no tengo minifalda (¿importaría?). Eso sí: estoy sola. Vengo hablando por teléfono con mi hermana; arreglamos para vernos en un rato.
Al llegar a la puerta de mi edificio, veo que en la misma
vereda viene caminado hacia mi lado un flaco. Es joven: es ese momento el dato
no tiene importancia.
Cuando voy a abrir la puerta, imprevisto e inesperado, el
adolescente tardío me mete la mano en el culo. Imprevista e inesperada también
es mi reacción.
En vez de entrar a llorar sola en casa, se me hace un click:
me doy vuelta, empujo al flaco, le grito. ¡Hijo de puta, hijo de re mil putas!
Qué mierda te creés que hacés ¿Sabés lo que me hiciste? ¡Sos un acosador!
Camino al lado de él y le sigo gritando. ¿Sabías? ¿Sabías
que sos un acosador?
Me acabo de convertir en la loca del culo tocado, la gente
me debe mirar así; no me importa. Estoy sacada pero al mismo tiempo pienso con
mucha lucidez. Debe ser la adrenalina. Nunca dejo de gritarle, lo puteo por
hijo de puta, pero al mismo tiempo quiero que entienda que es un acosador, que
no puede ir tocando mujeres en la calle.
Se me ocurre una idea, le voy a sacar una foto, la voy a
imprimir y la voy a pegar por todo el barrio para que las chicas se cuiden. Se
lo digo. No quiero que se lo haga a nadie más.
¡Mi cuerpo es mío, no me podés tocar si no quiero! ¿Y sabés
una cosa? no quiero. Hijo de puta, hijo de re mil putas, te voy a denunciar. Es
un delito.
Ya llevamos media cuadra caminando uno al lado del otro. Él
no me contesta, ni siquiera me mira. Los que me miran son los de la parada del
colectivo: la señora con las bolsas, el hombre de camisa sin corbata, el
adolescente con el celular, las dos chicas que hablan divertidas, el viejo.
Miran sin hacer nada.
Te voy a escrachar, hijo de puta, eso es lo que voy a hacer.
En una mano tengo las llaves, en la otra el teléfono, busco la cámara, y aunque
pienso bien, debo de estar nerviosa o mi celular es una mierda o las dos cosas
porque hacerlo me cuesta un montón. Cuando logro enfocarlo, se da cuenta, se
pone la capucha y empieza a correr. No quiere salir en la foto.
Estamos casi llegando a la esquina y ahí hay una Shell. Ya
no estamos uno al lado del otro. Se me está escapando. Empiezo a correr.
El departamento que alquilamos con mi novio es un PH sin
luz, así que para estudiar o trabajar vamos al bar de esa estación de servicio.
Es el único lugar con wifi cerca, el café es bueno y tenemos buena onda con las
mozas: nos avisan qué budines son ricos y hablamos de sus hijos.
Espero que haya un policía.
No veo ningún policía, pero le grito al playero: ¡Paralo!,
¡Paralo! Se me ocurre que, por una vez, en el mundo puede triunfar el bien,
pero no sólo no lo para, se corre para dejarlo pasar.
Se corre y lo deja pasar. ¿Cómo si le pareciera bien lo que
hizo? ¿O le tiene miedo?
Ahora, yo corro y el flaco corre. Se aleja. Mirando para
abajo, pero tampoco es que huye desesperado. Como si lo que hubiera hecho
tampoco estuviera tan mal.
Ahí, en ese momento, el segundo click del día: me derrumbo
por dentro, estoy cerca de alcanzarlo, pero me doy cuenta de que no voy a poder
sola, lo sigo corriendo, pero ya lo perdí, doblo, pero me alejo de la avenida,
hay menos gente, me empiezo a asustar. Igual sigo corriendo, ya no grito, lo
veo entrar en una casa y me detengo. No sé si seguir hasta la puerta de la casa
o de dónde sea que se haya metido. Me da miedo.
Necesito que alguien me ayude. ¿Justicia? Necesito una
reparación. Necesito que las personas se hagan cargo cuando pasan estas cosas.
Necesito que “la sociedad”: nosotras, ustedes, ellos, hagan algo en vez de
seguir caminando como si no importara. En vez de seguir con la mirada hacia
delante simulando que no vieron nada, concentrados en esperar el colectivo o en
una conversación por chat en el celular. ¿O no les importa? ¿Les da lo mismo
que venga un tipo y me toque el culo? ¿Que vaya un tipo y abuse de su madre, su
hermana su novia, de una total desconocida? ¡Hagan algo!
Vuelvo y pienso si lo que me acaba de pasar le importa a alguien. Siento vergüenza, asco, humillación y bronca. Y, ahora sí, me siento sola.
Suena el teléfono. Es mi hermana. Me pregunta qué pasa, qué me pasó, si estoy bien. Entonces me acuerdo de que antes de convertirme en la loca del culo tocado estaba hablando con ella. Llegó a escuchar las puteadas hasta que se cortó. Le cuento el resto.
–Pero entonces, ¿la que seguía al tipo eras vos?
–Sí. Me había tocado el culo.
–¡Ah! ¡Yo pensé que el tipo te estaba siguiendo a vos!
Yo también habría pensado que la estaban siguiendo a ellas. En una sociedad que acosa, degrada y mata mujeres, es casi imposible imaginarse que una mujer persigue a un hombre, que el hombre huye, que se larga a correr.
–¿Cómo se te ocurre perseguir a un tipo?
Hace un rato era valiente.
–Te puede pegar. Además, sabe dónde vivís.
Ahora estoy aterrorizada y la voz que escucho por teléfono, nerviosa, es la de mi mamá. No le alcanza con que mi hermana le diga que estoy bien. Me pide que no vuelva a la casa del tipo. Puede ser peligroso. Por favor.
Para volver tengo que pasar por la estación de servicio: el bar agradable para escribir, el lugar seguro para pasar cuando volvía de noche, siempre abierto, siempre iluminado, al que no voy a volver nunca más. Ni siquiera para contarle a las mozas lo que pasó. Pienso en decirle algo al playero, pero estoy derrotada: me escudo en la conversación telefónica, en mi madre, que me repite: por favor, volvé a tu casa. Por favor.
No entiendo. ¿Se supone que alguien me toca el culo y yo tengo que entrar a mi casa y hacerme un mate?
No quiero entender.
En la sesión de esa semana le cuento la historia al psicólogo. Su conclusión: “Te enojaste mucho porque lo que te pasó, te remitió a otras cosas que te pasaron”. Y, sí, cuando me apoyaron en el colectivo, cuando otro me mostró la pija en el subte, cuando en segundo año un tipo me siguió a la salida del colegio, cuando el marido de mi tía se metió en el baño mientras me bañaba y me encajó un beso. Cada una de esas veces nadie hizo nada. Como si les diera igual, como si no importara.
Lloro de la impotencia. Así me voy del consultorio, llorando.
En el camino de regreso siento vergüenza, asco, humillación, bronca. Yo, que tuve la osadía de querer entrar a mi casa, un sábado a las cuatro de la tarde, en jogging y campera, mientras muchas otras personas concentradas esperaban el colectivo.
Vuelvo y pienso si lo que me acaba de pasar le importa a alguien. Siento vergüenza, asco, humillación y bronca. Y, ahora sí, me siento sola.
Suena el teléfono. Es mi hermana. Me pregunta qué pasa, qué me pasó, si estoy bien. Entonces me acuerdo de que antes de convertirme en la loca del culo tocado estaba hablando con ella. Llegó a escuchar las puteadas hasta que se cortó. Le cuento el resto.
–Pero entonces, ¿la que seguía al tipo eras vos?
–Sí. Me había tocado el culo.
–¡Ah! ¡Yo pensé que el tipo te estaba siguiendo a vos!
Yo también habría pensado que la estaban siguiendo a ellas. En una sociedad que acosa, degrada y mata mujeres, es casi imposible imaginarse que una mujer persigue a un hombre, que el hombre huye, que se larga a correr.
–¿Cómo se te ocurre perseguir a un tipo?
Hace un rato era valiente.
–Te puede pegar. Además, sabe dónde vivís.
Ahora estoy aterrorizada y la voz que escucho por teléfono, nerviosa, es la de mi mamá. No le alcanza con que mi hermana le diga que estoy bien. Me pide que no vuelva a la casa del tipo. Puede ser peligroso. Por favor.
Para volver tengo que pasar por la estación de servicio: el bar agradable para escribir, el lugar seguro para pasar cuando volvía de noche, siempre abierto, siempre iluminado, al que no voy a volver nunca más. Ni siquiera para contarle a las mozas lo que pasó. Pienso en decirle algo al playero, pero estoy derrotada: me escudo en la conversación telefónica, en mi madre, que me repite: por favor, volvé a tu casa. Por favor.
No entiendo. ¿Se supone que alguien me toca el culo y yo tengo que entrar a mi casa y hacerme un mate?
No quiero entender.
En la sesión de esa semana le cuento la historia al psicólogo. Su conclusión: “Te enojaste mucho porque lo que te pasó, te remitió a otras cosas que te pasaron”. Y, sí, cuando me apoyaron en el colectivo, cuando otro me mostró la pija en el subte, cuando en segundo año un tipo me siguió a la salida del colegio, cuando el marido de mi tía se metió en el baño mientras me bañaba y me encajó un beso. Cada una de esas veces nadie hizo nada. Como si les diera igual, como si no importara.
Lloro de la impotencia. Así me voy del consultorio, llorando.
En el camino de regreso siento vergüenza, asco, humillación, bronca. Yo, que tuve la osadía de querer entrar a mi casa, un sábado a las cuatro de la tarde, en jogging y campera, mientras muchas otras personas concentradas esperaban el colectivo.
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